Por: Sonia López Rendón, docente de Psicología Jurídica del Politécnico Grancolombiano
En la era actual, la sociedad es testigo de una transformación profunda y acelerada en el ámbito de las relaciones de pareja y sus vínculos. Lo que se consideraba un pacto inherentemente arraigado en la presencialidad física y en marcos institucionales tradicionales, como iglesias, notarías o juzgados, hoy día está siendo redefinido por la omnipresencia de la tecnología digital.
Este cambio paradigmático implica que una relación puede ahora iniciarse con un “match” en una plataforma, consolidarse a través de un avatar compartido en un universo digital, y concluir con un simple “clic” en la opción de “bloquear”. Esta evolución no es una anécdota, sino una cuestión de trascendental importancia, ya que lo que está en juego no es solo la manera en que experimentamos el afecto, sino también la disposición de la sociedad para reconocer y validar estas nuevas modalidades de construcción de lazos, compromisos y rupturas.
Desde hace años, esta evolución ha sido objeto de una observación detallada, revelando que las relaciones de pareja contemporáneas ya no requieren de la presencia física de los cuerpos para alcanzar niveles de intensidad, significado e, incluso, durabilidad.
El metaverso, concebido como ese vasto universo digital donde cada individuo posee la capacidad de moldear un “yo” a su medida, se ha convertido en un fértil terreno para el surgimiento de vínculos. Estos no solo son capaces de movilizar emociones de una profundidad considerable, sino que también están configurando estructuras afectivas que demuestran ser tan sólidas y perdurables como aquellas que se desarrollan en el plano estrictamente físico.
A pesar de la creciente evidencia de la autenticidad de estas interacciones, persiste una resistencia considerable en ciertos sectores de la sociedad a otorgar validez a estos vínculos digitales. La objeción común es que “eso no es real”, una aseveración que tácitamente sugiere que la virtualidad intrínsecamente anula la autenticidad de la emoción.
Sin embargo, desde la perspectiva de la psicología, se sabe que fenómenos tan fundamentales como el amor, el deseo, los celos y el apego no dependen del contacto físico para su activación. De hecho, el cerebro humano responde mediante los mismos sistemas dopaminérgicos de recompensa ante la recepción de un mensaje afectuoso digital que ante la experiencia de un beso físico. Entonces, ¿por qué se insiste en negar la legitimidad de los entornos donde estas emociones se gestan y se manifiestan?
El principal desafío radica en la disparidad temporal entre la evolución de la realidad social y el progreso del marco jurídico. Las categorías legales que tradicionalmente han regido la comprensión y regulación de las relaciones de pareja, tales como el matrimonio o la unión de hecho, exigen de manera explícita la cohabitación, la convivencia y la manifestación tangible del compromiso entre las partes.
No obstante, este paradigma se ve fuertemente cuestionado en el escenario digital: ¿qué ocurre cuando una pareja invierte años en compartir rutinas diarias, tomar decisiones conjuntas y construir proyectos de vida, no compartiendo una misma cama, sino un mismo servidor?
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Esto plantea una cuestión crítica para el derecho: ¿acaso la titularidad y el ejercicio de los derechos están condicionados exclusivamente a la presencia de cuerpos físicos? Y, de ser así, ¿qué valor se le asigna al vínculo emocional forjado, al compromiso mutuo desarrollado y al tiempo invertido en la relación, que no son menos reales por ser digitales?
Por eso, he propuesto en mi reciente investigación, compilada en el libro “La pareja y la adquisición de derechos en el metaverso y la realidad virtual” realizada en el Politécnico Grancolombiano, la necesidad de ampliar la perspectiva de análisis. En este trabajo, introduzco el concepto de “Philiverso”, término acuñado para designar ese espacio digital donde los afectos prosperan y florecen.
Este “Philiverso” demanda el desarrollo y la implementación de nuevas herramientas analíticas y marcos conceptuales. No es sostenible, desde su punto de vista, continuar aplicando los moldes jurídicos y psicológicos del siglo XIX a las complejidades de las relaciones del siglo XXI.
Se hace imprescindible una psicología jurídica que establezca un diálogo constante y productivo con la tecnología, una disciplina que sea capaz de comprender a cabalidad cómo se estructuran y consolidan los vínculos afectivos en la contemporaneidad. Complementariamente, se requiere un sistema legal que no limite su observación únicamente al cuerpo físico.
No se puede ignorar que esta transformación conlleva, de manera inherente, una serie de complejidades y desafíos. El amor digital, si bien abre nuevas avenidas para la conexión, también introduce fenómenos como la dependencia emocional que se establece sin el contacto visual directo, la idealización extrema de la pareja virtual, la infidelidad sin piel y los celos que surgen de interacciones públicas en redes sociales o plataformas.
Además, la ausencia de lenguaje corporal, que es crucial para la comunicación no verbal, puede obstaculizar significativamente el entendimiento mutuo, mientras que la hiperconectividad constante tiene el potencial de agotar la mente y la salud mental de los individuos.
Pero la estrategia de ignorar estos fenómenos emergentes no los hace desaparecer, por el contrario, los deja desprovistos de las herramientas necesarias para su comprensión, para la implementación de medidas preventivas y para el acompañamiento adecuado de quienes los experimentan.
Es fundamental cuestionar: ¿qué tipo de acuerdos se están estableciendo en estas relaciones digitales?, ¿Cuál es el grado de intimidad que se genera y se mantiene en estos espacios virtuales?, ¿Qué impacto concreto tienen en la salud mental de los individuos involucrados? y, crucialmente, ¿qué lugar les corresponde dentro de nuestro marco jurídico actual?
Porque cuando una pareja digital decide avanzar hacia la paternidad, la adquisición de bienes o la formalización de pactos, aun si estas decisiones se concretan a través de avatares en un entorno virtual, estamos ante realidades que poseen implicaciones profundas en la vida de las personas. Y, donde existen implicaciones de tal magnitud, se vuelve ineludible la necesidad de que exista una protección legal que resguarde los derechos e intereses de los involucrados.
Imagen: Generada con IA / ChatGPT