Por: Anderson Gañán, docente de psicología del Politécnico Grancolombiano
Muchas veces en clase escucho a las jóvenes estudiantes diciendo que sienten que son feas… pero solo cuando están en Instagram. ¿Cómo puede una aplicación hacernos sentir menos valiosos? ¿Qué está pasando en la mente de nuestras jóvenes cuando la tecnología se convierte en espejo?
Como psicólogo, he visto cómo las redes sociales han transformado la forma en que las personas se perciben a sí mismas. Pero como docente, me preocupa especialmente el impacto que esto tiene en adolescentes y jóvenes. Hoy, la fealdad no se define por rasgos físicos, sino por filtros, algoritmos y métricas de popularidad.
Las plataformas digitales han creado un nuevo estándar de belleza: uno que no existe en la vida real. Las imágenes que vemos están editadas, curadas, iluminadas y, muchas veces, manipuladas por inteligencia artificial. Sin embargo, el cerebro no distingue entre lo real y lo virtual cuando se trata de comparación social. Y ahí es donde empieza el problema.
La investigación que realicé hace poco en el Politécnico Grancolombiano “Malestar subjetivo en jóvenes con autopercepción de fealdad residentes en Medellín (Colombia)” revela que muchas jóvenes construyen su identidad corporal a partir de lo que ven en redes. No es solo una cuestión de autoestima, es una reconfiguración profunda del yo. La tecnología, lejos de ser neutral, está moldeando la percepción de belleza con criterios que responden más al mercado que a la salud mental.
Lo más inquietante es que esta percepción de “fealdad” no surge de una evaluación interna, sino de una lógica externa: ¿cuántos likes tengo?, ¿me comentaron?, ¿me compartieron? La validación se ha digitalizado. Y cuando no llega, el silencio se interpreta como rechazo.
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Además, los algoritmos no solo muestran contenido, lo priorizan. Si una joven interactúa con perfiles de modelos, influencers o celebridades, el sistema le mostrará más de lo mismo. Es una cámara de eco visual que refuerza estereotipos y excluye la diversidad. La belleza se vuelve homogénea, y todo lo que se salga de ese molde, parece incorrecto.
Lo que antes era una conversación íntima frente al espejo, hoy se ha convertido en una exposición pública constante. Las jóvenes no solo se ven a sí mismas, sino que se ven a través de los ojos de un sistema que premia la perfección digital. Esta hiperexposición genera una presión silenciosa pero persistente: verse bien no es suficiente, hay que verse “mejor que ayer” y “mejor que todas”. La tecnología ha convertido la belleza en una competencia infinita.
Como sociedad, estamos delegando a las plataformas tecnológicas el poder de definir lo que es bello, deseable y aceptable. Y eso tiene consecuencias. Aumentan los trastornos alimenticios, la ansiedad social, la dismorfia corporal. Las consultas psicológicas ya no giran solo en torno a relaciones familiares o académicas, sino a cómo “verse bien en redes”.
Pero no todo está perdido. La misma tecnología que genera estos impactos puede ser usada para revertirlos. Hay cuentas que promueven la aceptación corporal, algoritmos que pueden ser entrenados para mostrar diversidad, y espacios digitales donde la belleza no se mide en likes. El reto está en educar para el uso consciente, crítico y emocionalmente saludable de las redes.
Desde la psicología, sabemos que la identidad se construye en relación con el entorno. Y hoy, ese entorno está mediado por pantallas. Si no intervenimos desde la educación, la salud mental y la política pública, corremos el riesgo de que generaciones enteras crezcan creyendo que su valor depende de una imagen filtrada.
Como ciudadano digital, estoy convencido de que la belleza no puede depender de un filtro. Porque si dejamos que la tecnología defina cómo debemos vernos, corremos el riesgo de olvidar quiénes somos.
Imagen: Generada con IA / ChatGPT