A los 26 años, Laura Molares Moncayo ya ha visto nevar en el Ártico, ha huido de un oso polar en Svalbard, ha tomado muestras bacterianas en condiciones extremas y ha publicado una investigación en Nature Communications. Pero lo que más la emociona no es la épica de los paisajes helados, sino la posibilidad de contarle a otros niños y niñas que ellos también pueden llegar hasta allá.
Conversamos con ella para ENTER.CO mientras se prepara para regresar a Colombia. No como turista ni como invitada, sino como parte de un esfuerzo por incluir al país en una investigación global que busca entender cómo vive la vida en el aire.
Nació en Leticia, Amazonas, y creció entre varias ciudades. Vivió en Tumaco, Bucaramanga, Bogotá, pero fue Cartagena la que terminó moldeando su acento, su carácter y su idea del mundo. Hija de un oceanógrafo, creció preguntando cosas que no salían en los libros del colegio. Qué hace la marea, por qué el mar cambia de color, cómo empezó todo. Su papá no le daba respuestas fáciles. Le enseñó a hacerse preguntas grandes.
En noveno grado, un hombre que venía de la NASA hizo una presentación en su colegio sobre astrobiología. Laura no recuerda su nombre, pero sí el impacto. “Yo llegué a la casa y busqué de una: ¿cómo ser astrobióloga? Esa charla me cambió la vida”.
Desde entonces, su trayectoria ha sido una búsqueda continua por entender la vida desde sus márgenes. Estudió biología molecular y celular en los Países Bajos. Luego viajó a Francia, donde cursó una maestría en ciencias de la vida interdisciplinarias con enfoque en biología teórica. Ahora vive en Inglaterra, donde hace un doctorado en geomicrobiología polar en el Museo de Historia Natural de Londres y Queen Mary University of London, en alianza con Aix Marseille Université.
Imagen: Laura Molares/ Dr. James Bradley
Un invierno que ya no se comporta como invierno
En su tesis doctoral estudia cómo sobreviven las bacterias en el ambiente extremo del invierno polar. Quiénes viven sobre el hielo, quiénes flotan en la atmósfera, cómo se conectan esos dos mundos. Su campo de estudio es tan poco explorado como los lugares en los que trabaja.
“El invierno polar es oscuro, sin luz solar por meses. No hay fotosíntesis, no hay alimento. Y sin embargo hay vida. Bacterias que sobreviven de formas que aún no entendemos”.
El año pasado, Laura fue testigo de un fenómeno que cambió por completo el ritmo de su investigación. El invierno en Svalbard se calentó doce grados por encima del promedio. En lugar de nevar, llovía. El hielo se derretía y volvía a congelarse. Algunas plantas, confundidas por la temperatura, comenzaron a brotar fuera de temporada. El equipo notó una actividad bacteriana inusual para esa época.
“Fue absolutamente chocante. Queríamos estudiar el invierno como normalmente es, pero ya no podíamos. Lo que presenciamos fue otra cosa”.
Imagen: Laura Molares
El artículo que escribió junto a su colega en Nature Communications no es una advertencia climática desde la retórica del activismo, sino una observación empírica desde el asombro. Un diario de campo científico que relata cómo el cambio climático está alterando incluso las condiciones más remotas del planeta.
Pero el Ártico es más que un laboratorio. Es también un lugar hostil, con reglas que a veces parecen salidas de una novela de aventuras. Para ir al glaciar, Laura debe pasar por un entrenamiento con rifle. En Svalbard hay más osos polares que humanos. La ley obliga a que los investigadores lleven armas para protegerse. Aunque nadie quiere usarlas.
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La primera vez que pisó el Ártico, nevaba con fuerza. Nunca había visto una nevada real. “Me acuerdo que estaba en la moto de nieve, con el traje gigante, el casco, el rifle, y de repente al lado mío corrían unos renos. Era como un videojuego”.
No todas las jornadas son tan mágicas. Algunas son simplemente tensas. Como aquella vez que un oso polar los siguió durante tres horas. El pueblo, que los vigilaba con telescopios desde lejos, los alertó por radio. Tuvieron que sacar el rifle, caminar sin correr, y esperar una lancha de rescate. “Fue el momento más estresante que he vivido. Nadie tomó fotos. Todos estaban pendientes de que no pasara nada”.
Colombia también respira en la ciencia polar
Laura ha ido al Ártico al menos dos veces al año desde que comenzó el doctorado. También estuvo en la Antártida, donde participó en un crucero científico desde Ushuaia. Pero a pesar de esos logros, confiesa que no ha sido fácil entrar a ese mundo. Ser mujer, colombiana y joven en espacios dominados por hombres blancos de países del norte tiene un precio.
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“Cuando decía que era colombiana y estudiaba glaciares, había miradas raras. Como si estuviera en el lugar equivocado. Incluso gente que trabaja en ciencia polar parece no saber que en Colombia hay glaciares”.
También tuvo que lidiar con lo que implica ser mujer en ambientes tan remotos. Dudas que no aparecen en los manuales de laboratorio. ¿Qué hacer si te viene el periodo en medio de una jornada de 10 horas en el hielo? ¿Cómo vestirse? ¿Cómo sentirse cómoda siendo una misma?
“Al principio me daba pena maquillarme, usar pestañina. Pero luego entendí que eso me daba seguridad, me hacía sentir yo. No tengo que parecerme a los demás para ser una buena científica”.
Imagen: Dr. James Bradley
Otra cosa que aprendió es que la pasión no solo se siente, también se demuestra. Ha conseguido becas porque se ha atrevido a pedirlas. Porque escribe correos explicando por qué quiere estar ahí. Una vez aplicó a un curso en Malta sin saber que existía la posibilidad de apoyo económico. Preguntó, y como nadie más había pedido beca, se la dieron.
“Muchas veces ni siquiera sabemos que esas puertas existen. Pero si no las tocas, nunca sabrás si se pueden abrir”.
Uno de los mayores logros en su carrera ha sido abrir espacio para que Colombia participe activamente en una investigación global sobre la atmósfera como ecosistema. Cuando se unió al equipo internacional, notó que la mayoría de los sitios de muestreo estaban concentrados en países como Estados Unidos, Canadá, Australia e Inglaterra. “No era tan global como decían”, recuerda.
Insistió en que Colombia debía estar. No como una anécdota de origen, sino como un territorio relevante. Este septiembre tomará muestras en el santuario de Iguaque, la sabana y Bogotá. “No se trata solo de decir ‘soy colombiana y hago ciencia’, sino de traer esa ciencia al país”.
Una historia para abrir caminos
Ese sentido de responsabilidad no se queda en los papers ni en los laboratorios. En su viaje a la Antártida impulsó un proyecto junto a APECS Colombia llamado Banderas Antárticas. Fue a un colegio en Bogotá, habló con niños sobre el vínculo entre un país tropical y los polos. Les mostró cómo todo está conectado: el aire, los océanos, las corrientes. Ellos hicieron banderas que luego llevaron al sur helado. Allá, en medio del hielo, las desplegaron y les mandaron las fotos.
“Eso les hace sentir que no están lejos. Que ellos también pueden llegar. Que no hay barreras”.
Imagen: Dr. James Bradley
Hoy Laura está a año y medio de terminar su doctorado. A veces el estrés la desborda. Pero no pierde el rumbo. Su sueño sigue intacto: entender los límites de la vida, empujar los bordes de lo posible. Como cuando tenía catorce años y alguien le habló de astrobiología por primera vez.
Su historia no busca adornarse con hazañas ni presentarse como ejemplo perfecto. Más bien es una invitación: a preguntar, a insistir, a cruzar límites que parecen inalcanzables. “Si la puerta está cerrada, búscala por otro lado. Ábrela tú misma”.
Hay muchas formas de estar en el mundo. Laura eligió una que la lleva a los extremos del planeta, pero sus raíces siguen ancladas en el trópico. Porque ser científica, en su caso, es también una forma de tender puentes. Entre el sur y el norte. Entre el hielo y el aire. Entre lo que parece distante y lo que todavía es posible.
Imágenes de: Laura Molares/Dr. James Bradley