Una reacción alérgica a las comunicaciones

Javier Méndez
Editor de Tecnología

La semana pasada, por tercera vez en dos meses, borré todo mi correo electrónico de la oficina. Esta vez eran más de 1.500 mensajes, muchos de ellos sin leer, que tenía pendientes para revisar. Juro que no fue intencional. Cuando borro mensajes grandes lo hago con la tecla Shift oprimida, para que se eliminen definitivamente y no ocupen espacio en la carpeta Eliminados de Outlook, pero sin darme cuenta los seleccioné todos con una combinación rápida de teclas y oprimí Supr tan rápido que no me percaté del error.

Las dos veces anteriores fue igual, y aunque la segunda ocasión me pareció curiosa la coincidencia, tenía claro que era accidental. Esta vez el episodio me hizo preguntarme si quizá quería borrarlos inconscientemente porque no tenía tiempo de revisarlos, pero tampoco podía desprenderme del sentimiento de culpa por no hacerlo. Como al final no supe si comentarle mi temor a un sicoanalista o al administrador de la red de EL TIEMPO, decidí buscar información en Internet.

No encontré ningún tratado sicológico sobre el tema, pero sí un término que me llamó la atención: hiperconectados. Se refiere a gente que usa una gran cantidad de dispositivos y programas de comunicaciones; un estudio reciente de IDC dice que 16 por ciento de los empleados son hiperconectados, y pronto el 40 por ciento lo será.

Que se inventaran una palabra para eso me pareció una exageración, hasta que empecé a hacer cuentas: dos celulares, el correo de Outlook, mensajes en foros y blogs, cinco cuentas de correo web, el software de telefonía de Libre, dos teléfonos fijos, chats, Facebook…

Después recordé otros episodios extraños, también recientes: a veces deshabilito el timbre del teléfono fijo para trabajar tranquilo y olvido activarlo durante días; mi madre dejó de hablarme por no aceptarla como amiga en Facebook (mi vieja, no es disculpa, no he entrado en meses); y los celulares se me han caído al piso varias veces en los últimos días, algo que antes me parecía un descuido atroz. Llegué a la conclusión de que todos son síntomas de una especie de reacción alérgica a tanto dispositivo de comunicación.

En realidad me gustan todos estos aparatos y servicios y me facilitan la vida, pero que me hagan productivo no siempre es cierto; cuando pienso en el tiempo que dedico a atender sus requerimientos, en lugar de pensar, trabajar o descansar, siento que no es difícil sobrecargarse.

Cada rato asisto a reuniones donde nadie le para bolas a quien habla porque todos están escribiendo en un portátil o un teléfono. Almuerzo con frecuencia con una amiga que nunca mantiene el hilo de la charla porque cada cinco minutos le timbra el celular o le ladra un Avantel. Y tengo un amigo que le inventa a su esposa ‘horas extras’ de trabajo y ruedas de prensa nocturnas para poderse quedar más tiempo en la oficina frente a su página de Facebook.

Antes me burlaba de un compañero que no deja de digitar cosas en un Treo ni siquiera cuando almuerza; el asunto es tan grave que concluimos que no es adicto a ese aparato, sino que él es simplemente una extensión del Treo (algo así como la interfaz de usuario). Dejé de mofarme cuando saqué un plan de Internet móvil y ahora actúo como un accesorio más de un MotoQ.

También es posible que todo sea una coincidencia. Es lo que quiero pensar porque, después de todo, no debería autodiagnosticarme y además sería una patología inconveniente para alguien que escribe de tecnología. Me tranquiliza el hecho de que no haya tenido ronchas extrañas ni pesadillas de nerd, como una llamada reenviada por un sistema de telefonía IP que me sigue a todas partes mientras trato de huir por un piso resbaloso que no me permite avanzar.

Lo único raro, y lo que más me inquieta, es que después de borrar miles de mensajes en un par de meses, nadie se ha quejado ni me ha enviado un correo preguntándome por qué no le contesté.

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