Lo que antes se sellaba con un beso, hoy puede comenzar con un emoji. Las relaciones humanas han migrado a entornos digitales donde el amor se vive entre pantallas, avatares y conexiones virtuales. Pero mientras las emociones son reales, el derecho aún no sabe cómo interpretarlas ni cómo protegerlas.
Las relaciones digitales —aquellas que se desarrollan en entornos virtuales o inmersivos— están cambiando la forma de entender el amor. Plataformas y metaversos permiten experiencias de convivencia sin contacto físico, pero con emociones tan intensas como las de una relación presencial. Lo que antes era un simple “chat” hoy puede convertirse en un vínculo con rutinas, compromisos y proyectos de vida compartidos.
La psicóloga jurídica Sonia López Rendón, docente del Politécnico Grancolombiano, ha investigado durante años este fenómeno. En su libro La pareja y la adquisición de derechos en el metaverso y la realidad virtual, acuña el término “phileverso”, un universo digital donde también hay complicidad, intimidad y deseo de permanencia. Según su estudio, las emociones expresadas en espacios virtuales no son menos reales que las físicas.
Desde la neuropsicología se ha demostrado que los vínculos digitales activan los mismos sistemas cerebrales asociados al amor y al apego. En otras palabras, el cuerpo puede estar ausente, pero el cerebro siente igual. Estas conexiones, por tanto, generan compromiso, apego y expectativas, aunque no haya contacto físico ni convivencia.
Sin embargo, la virtualidad también trae nuevos retos emocionales. La falta de lenguaje corporal puede generar malentendidos, y la exposición pública en redes —a través de likes o comentarios— puede alimentar los celos y la inseguridad. En muchos casos, estas relaciones derivan en dependencia emocional o idealización excesiva, una nueva forma de vulnerabilidad digital.
Aun así, reducirlas a algo “irreal” sería un error. Estas relaciones son otra forma de experiencia afectiva humana, con su propio lenguaje, ritmo y profundidad. Cambia el medio, no el sentimiento.
El amor virtual frente al vacío legal
Mientras la sociedad experimenta nuevas formas de amar, el sistema jurídico sigue anclado en modelos del pasado. Las leyes actuales reconocen una unión marital de hecho solo cuando hay convivencia física. Pero hoy, miles de parejas comparten una vida emocional completa sin haberse visto nunca en persona. ¿Cómo se prueba una relación virtual prolongada? ¿Qué derechos existen si la pareja “rompe” en el metaverso?
López Rendón propone repensar la ley desde un enfoque transdisciplinario. Según su investigación, los criterios para reconocer una relación no deberían limitarse al contacto físico, sino centrarse en la voluntad, la permanencia y la construcción emocional. Si dos personas mantienen una unión estable, con acuerdos afectivos y compromiso mutuo, el vínculo merece ser reconocido, incluso si ocurre en un entorno digital.
Esto implicaría reformar la legislación civil y crear mecanismos para validar el consentimiento digital, los pactos emocionales y los efectos patrimoniales de una ruptura virtual. Lo que ocurre entre dos avatares puede tener consecuencias reales en la salud mental o incluso en los bienes compartidos.
Más allá del derecho, el desafío es cultural. La sociedad aún tiende a subestimar lo que ocurre en los entornos digitales, cuando en realidad son espacios donde se expresan deseos, lealtades y afectos. El amor digital, al fin y al cabo, no es un simulacro: es una extensión de la experiencia humana.
“Así como las relaciones físicas evolucionaron desde modelos centrados en la reproducción hacia proyectos afectivos de vida, hoy debemos entender que las uniones digitales también están pidiendo su lugar, no solo en el corazón de las personas, sino en la ley”, afirma López Rendón.
El amor digital no cuestiona la autenticidad del sentimiento, sino la capacidad del sistema legal para reconocer nuevas formas de humanidad. En tiempos donde el “hasta que la muerte nos separe” se transforma en “hasta que se caiga el WiFi”, el reto no es tecnológico, sino social: aceptar que lo virtual también tiene consecuencias reales.
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