Hace unos días estaba charlando con un amigo que cree en temas… como decirlo… algo esotéricos. Y en medio de los argumentos que deliciosamente iban y venían, yo esgrimí el mismo de siempre cuando toco esos asuntos: que yo prefiero creer solo en las cosas que la ciencia ha probado porque así evito el riesgo de tener creencias que podrían ser falsas. Él me respondió entonces con un razonamiento que le he escuchado antes a otra gente y que, lo admito, suena lógico: que el hecho de que la ciencia no haya probado algo no quiere decir que eso no exista.
Reconozco que él podría tener razón. A medida que la ciencia ha avanzado, y con ella sus instrumentos de observación (ya sea un telescopio, un equipo de resonancia magnética o el gran acelerador de partículas del CERN en Suiza), hemos podido estudiar, con cada vez más profundidad y detalle, el funcionamiento de un universo que antes no comprendíamos. Antes de que pudiéramos ver bacterias con un microscopio, las personas pensaban que algunas afecciones eran causadas por castigos de Dios. Y antes de que se entendieran las enfermedades mentales, la gente creía que los síntomas de la esquizofrenia se debían a posesiones diabólicas, y por eso los enfrentaban con exorcismos.
El problema con el argumento de mi amigo es que se puede usar también en sentido contrario: que la ciencia no haya podido observar algo, no quiere decir que eso exista. Y es más débil aún si se tiene en cuenta que en este caso se elige el camino de no usar la ciencia como validador, sino simplemente la fe o las ganas de creer.
Uno de los libros más maravillosos que he leído, por su capacidad para iluminar nuestra razón, es ‘El mundo y sus demonios’, del astrónomo Carl Sagan, el hombre que hizo que muchos amáramos la ciencia con su programa Cosmos. Sagan, quien murió en 1996, sentía una gran preocupación por el auge de la seudociencia (falsa ciencia), y por el hecho de que esta use argumentos que, aunque pueden sonar lógicos, no son reales. Eso abre las puertas para creer en cosas que no se pueden probar o que son solo supercherías con las que se engaña a la gente.
Que la ciencia no haya podido observar algo, no quiere decir que eso exista.
Entre ellas, Sagan menciona casos o creencias como la Atlántida, el Triángulo de las Bermudas, el monstruo del lago Ness, los encuentros con extraterrestres, los sanadores, los poderes de los síquicos, la astrología, la brujería, el I Ching, la metafísica (no la antigua, sino la actual, al estilo Regina 11), el espiritismo, algunas creencias ‘Nueva Era’ relacionadas con la mecánica cuántica (rama que, explica él, solo los físicos entienden realmente), la levitación y, sí, también los milagros.
Sagan dice que la superstición y la seudociencia ofrecen respuestas fáciles, apelan a nuestros temores y nos hacen víctimas de la credulidad. “Sí, el mundo sería más interesante si hubiera ovnis al acecho en las aguas de las Bermudas tragándose barcos y aviones, o si los muertos pudieran escribirnos mensajes. Sería fascinante que los adolescentes pudieran mover cosas sólo con el pensamiento, o que nuestros sueños pudieran predecir el futuro. Pero eso es seudociencia”, dice.
Él explica que la seudociencia finge usar métodos y descubrimientos de la ciencia, pero se basa en pruebas insuficientes o ignora las que no se ajustan a sus creencias. “Está infestada de credulidad. Y con la cooperación desinformada de periódicos, revistas, editores y programas de TV, esas ideas se encuentran en todas partes”.
Sagan opina que las personas prueban distintos sistemas de creencias, sobre todo si están desesperadas, y “la seudociencia colma necesidades emocionales que la ciencia deja insatisfechas. Proporciona fantasías sobre poderes que nos faltan y anhelamos. A veces ofrece la satisfacción del hambre espiritual, la curación de enfermedades o la promesa de que la muerte no es el fin. Nos confirma nuestra importancia en el cosmos, y asegura que estamos vinculados con el universo”.
Él alerta también sobre las falacias más comunes de la lógica y la retórica usadas por la seudociencia, y que también se ven en la religión y la política. Entre ellas menciona: atacar al que discute y no sus argumentos (para así quitarles peso); usar el ‘argumento de autoridad’ (el presidente o el papa deben tener razón solo porque son ellos); el ‘llamado a la ignorancia’ (todo lo que no ha sido demostrado debe ser cierto, la tesis de mi amigo); el ‘argumento especial’ (“no entiendes los caminos de Dios”); contar los aciertos e ignorar los fallos; considerar solo los extremos (el que no quiere a su país lo odia); el ‘hombre de paja’ (caricaturizar una postura para facilitar su ataque, por ejemplo: “los científicos asumen que los seres vivos se formaron por casualidad”).
Cierro con dos frases citadas en el libro que resumen el punto de esta columna. La primera es del físico Robert Wood: “La diferencia entre la física y la metafísica no es que los practicantes de una sean más inteligentes que los de la otra; la diferencia es que la metafísica no tiene laboratorios”. La segunda es de Albert Einstein: “Toda nuestra ciencia, comparada con la realidad, es primitiva e infantil… y, sin embargo, es lo más preciado que tenemos”.
Hay cosas que no vale la pena discutir. Entre ellas, religión y ese tipo de creencias.
Que delicia de artículo !