La ‘app’ que falta: una que devuelva el reloj

Luto

Por Gonzalo Piñeros

Mi papá se murió y nunca terminó de entender bien cómo usar WhatsApp. El viejo, para mandar un abrazo, usaba el emoticón del hombre cruzando los brazos. Para él, a sus 63 años, 68 kilos y pelo más negro que gris, ese dibujo era un abrazo, punto. No valía la pena discutir y decirle que era una imagen que representaba rechazo. “¡Es una X con los brazos, no la ves!”.

Ay, viejo, tontos nosotros al pedirte que volvieras a las épocas de los jeroglíficos y te expresaras con garabatos en vez de palabras escritas con ortografía impecable y letra perfecta de monje de la Edad Media.

Lo mismo sucedió con Netflix. Le hice perder hora y media de su vida en la explicación sobre la configuración del perfil, cómo acceder desde el control del TV, cómo escoger una serie o película, cambiar el idioma, poner subtítulos, predeterminar géneros.

Tras mi clase magistral, sonreíste como nene de 5 años al que le enseñan la tabla periódica y solo le importa salir al parque a patear la pelota. “Gracias, mijo” y cinco minutos después de cortesía ya estabas de nuevo en el canal de fútbol, ese amigo diario que visitaste por los últimos años; ese sonajero que te arrullaba así fueran las 4 de la tarde en casa ajena.

No descubrió la magia de Netflix. Tenía disponible, a un clic, unas 32.600 horas de series de TV y películas. Casi 4 años de material para no cerrar los ojos. Nunca entró. Su perfil, si el polvo se metiera a los servidores de Amazon donde ‘vive’ Netflix, estaría apilado tan alto como el montón de DVD, VHS o Betas virtuales que están en el catálogo del nuevo rey del contenido audiovisual.

Un primo dijo, en la clínica a donde llegamos incrédulos a preguntar por qué ese corazón generoso tuyo se paró sin avisar, que te fuiste como viviste, sin molestar a nadie. Tu celular andaba sin memoria. Descargabas cuantas fotos llegaban, obscenas, bobas, serias, mal tomadas, de cadenas sin dueño, de grupos sin sentido, y no protestabas. Igual con los videos, correos spam, encuestas falsas o reales. Ni una palabra de reproche. Ni con la tecnología, ni con la vida.

Lo que sí usó fue Waze. Mi viejo fue muchas cosas en la vida, desde un puntero derecho con gran capacidad para rematar de larga distancia, profesor de ajedrez, parqués, naipe español, dados, hasta dueño de su propio negocio en el pueblo de su infancia; un emprendedor se diría por estos tiempos de palabras raras para conceptos viejos. Y también, toda la década de los 90, fue taxista. Diez años al mando de un Chevette.

Nunca lo dijiste. Pero sospecho que de ahí, de esas épocas de taxímetro sin tarifas dinámicas, te quedó la nostalgia por las direcciones, calles falsas, atajos, mapas mentales; de ser un capitán de un barco amarillo en un mar de huecos y trancones. Entonces, Waze se convirtió en tu copiloto.

Waze era lo primero que encendía al subir al carro. Incluso antes de prender el motor. Algo muy raro, digo yo, para un tipo que sabía de mecánica lo suficiente para desvararse y arreglar el motor con una media velada a mitad de la autopista rumbo a la infernal Honda. Lo más curioso del cuento es que por 13 años, todos los días, iba y regresaba de los mismos puntos de origen. De casa al local, y viceversa. La ruta era tan conocida como el primer versículo de la Biblia.

Pasó el tiempo y no le pregunté por qué. Y hoy no hay aplicación que devuelva el reloj. Ni que me devuelva a mi papá. La ‘app’ que falta.

Colaboradores ENTER.CO

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Muchos periodistas y blogueros de Colombia, Latinoamérica y España colaboran esporádicamente con ENTER.CO, aportando su conocimiento y puntos de vista frente al acontecer tecnológico y de Internet.

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