La compra de Warner Bros Discovery por parte de Netflix, valorada en 72.000 millones de dólares, no es una simple operación corporativa: es el movimiento más arriesgado que ha visto el sector desde la era de las megafusiones de los estudios tradicionales. El acuerdo incluye los estudios de Warner, la operación completa de HBO Max, sus 128 millones de suscriptores, sus derechos de distribución y uno de los catálogos más influyentes del cine y la televisión moderna. En otras palabras, Netflix no solo compró una empresa: compró un legado cultural y un pedazo enorme del mercado.
La magnitud del negocio cambia por completo el tablero. Netflix ya operaba con más de 300 millones de suscriptores y un músculo financiero que ningún competidor podía igualar. Con la absorción de Warner, la compañía pasa a controlar un volumen de contenido y audiencia que ningún otro actor —ni Disney, ni Amazon, ni Paramount— puede enfrentar en igualdad de condiciones. Por eso los reguladores hablan de un riesgo real de concentración: la suma de ambos imperios crea un jugador tan grande que deja a los demás respirando a través de una pajilla.
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El peligro de monopolio no solo se explica por la escala. Warner no es un estudio cualquiera: es el hogar de Harry Potter, DC, Game of Thrones, Friends, The Sopranos, The Matrix y una lista inmensa de franquicias que definen la cultura global. Integrar todo eso en una sola plataforma convierte a Netflix en el portero del contenido más valioso del mercado. El portero decide qué se estrena, cómo se distribuye, cuánto dura en cartelera y qué proyectos reciben luz verde. Ese nivel de control no lo ha tenido nadie desde los grandes estudios de mediados del siglo XX.
Para los creadores, el panorama es inquietante. Un solo comprador dominante significa menos competencia, menos poder para negociar y más presión para crear contenido “seguro”. Netflix ya opera con criterios de eficiencia basados en retención y algoritmos; ahora, con Warner en su bolsillo, puede definir los estándares de toda la industria. Las historias más arriesgadas perderán terreno y las productoras independientes terminarán adaptándose a las reglas del gigante, no a sus propias visiones.
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Los consumidores tampoco salen indemnes. Con semejante concentración, las tarifas ya no tendrían una verdadera competencia que las limite. Subir precios deja de ser un riesgo. Además, la diversidad del catálogo global se vería afectada: cuando un solo actor concentra las franquicias más rentables, el resto de plataformas se queda con bibliotecas más pequeñas y menos atractivas. La multiplicidad aparente del streaming se convertiría en una ilusión: muchas apps, un solo dueño del contenido más importante.
A esto se suma un efecto colateral que pocos mencionan: el cine. Warner es uno de los estudios que todavía alimenta la exhibición en salas con títulos de alto impacto. Si Netflix decide privilegiar el estreno digital, las salas perderán parte de su combustible. Menos estrenos fuertes en cartelera significa menos taquilla, menos diversidad y una experiencia cinematográfica más débil.
El acuerdo todavía enfrenta una revisión exhaustiva del Departamento de Justicia de Estados Unidos, un proceso que podría tardar entre 12 y 18 meses. Pero la pregunta que domina la discusión no es técnica: es cultural. ¿Puede el entretenimiento global depender del criterio de una sola empresa? ¿Es sano que una plataforma concentre el poder de moldear qué se ve, cómo se ve y cuánto cuesta verlo?
La respuesta definirá el futuro del streaming.
Y, si no hay límites, también definirá sus márgenes.